jueves, 21 de junio de 2007

Desierto

Un cuento compartido sobre el desierto y otros temas curiosos. Hecho por Alexdevenir y LPOE (Luis)... Este cuento va creciendo un poco por periodos de tiempo. Dinámica: Alex lo envía a LPOE quien lo contesta con un poco más y vuelve a enviar a Alex, etc...

Y así comienza esta historia:

El frío se hacía presente envolviendo cada espacio. Su memoria frágil de tantos intentos por recordar quien era, lo habían cansado. Su cabello largo y sucio cubría sus ojos café claro, tan claros y hermosos como la corteza de algunos árboles. ¡Cómo extrañaba el bosque! Frotaba sus manos para sentir menos dolor que le causaba el violento frío. Jamás se había imaginado que hiciese tanto frío en el desierto.


Lo único que le gustaba en las noches en el desierto, era el hermoso cielo… las infinitas estrellas que se elevaban hasta el firmamento desde la fogata que le calentaba, ya que las chispas de fuego se elevaban y se convertían en hermosas estrellas… por eso él se sentía feliz por contribuir a la creación. Asimismo en las noches frías como esa, le visitaban fantasmas, que vivían con él y le hacían más interesante su vida y le contaban historias del pasado y del futuro. Mientras sentía el frío en su cuerpo, y sobre todo en la espalda, recordaba la ocasión cuando de pequeño calló a un lago de agua casi congelada y desde entonces el frío fue su peor pesadilla, lo odiaba; Sin embargo desde que vivía en el desierto, se acostumbró a sufrir el dolor que le causaba día a día. Su abuelo le había contado que desde esa ocasión sus ojos le cambiaron, de un color casi negro como la obsidiana, a un color café casi transparente, con un hermosísimo matiz miel; Desde entonces cada persona que lo veía a los ojos, sentía estremecerse sin querer, por la contundencia de su mirada.

Esa noche el frío hizo que el sueño lo atrapara pronto. Su cigarro se apagó en cuanto se quedó dormido. El aire polvoso le maltrataba la piel y le ensuciaba el rostro que tenía al descubierto. Su abrigos eran insuficientes para detener el frío. Sus manos estaban quietas. Su cuerpo cálido aguardando el amanecer para que el sol le calentara hasta los huesos.

Abrió los ojos, el firmamento rojo cubría el cielo, el sol a la derecha… calentando cada granito del desierto. Los cactus erectos en el horizonte, creaban majestuosas composiciones, pareciérase que a ellos también les alegraba el amanecer. Él seguía acostado, aún somnoliento. Estaba reflexionando sus últimos sueños que recordaba. Sintió la necesidad de un cigarro, le costó trabajo renunciar a su deseo, ya que los estaba racionando, uno cada noche. Entonces decidió comer un poco de pan de anís y beber un poco de vodka, ya que era lo único que tenía para sobrevivir.

En ese momento, en el horizonte, se vislumbró un destello que se confundía con el sol que salía de aquellas montañas de arena. Mientras comía y bebía lo poco que tenía se acercó aquel destello. Apacible, inmutado por la situación (o agotado por su lamentable estado) se levantó de la arena. De pronto, como un aullido, se escuchaba el crujir de un metal. Aunque presentía en lo más profundo de su ser lo que estaba por ocurrir, decidió que el destino decidiera por él.

Por un momento el frío dejó de recorrer cada uno de sus huesos, de sus tejidos, de sus cabellos. El frío se convirtió en un fuego interno cuyo génesis vislumbraba el porvenir de una tempestad en aquel destello y en aquel aullido metálico. Al fin. Se encontró cara a cara con ellos. Eran cuatro hombres de largas vestimentas cafés, desgarradas, que cubrías la totalidad de sus cuerpos. Aparte de esto sólo se veían largas cimitarras que brotaban de las dos mangas de los brazos de las vestimentas. Como si aquellas espadas brillantes se fundieran con los individuos.


Pensó detenidamente su siguiente movimiento y, antes de que lo ejecutara, los cuatro hombres tiraron a la fría arena las largas cimitarras. Uno a uno fue removiendo la capucha que cubría su rostro. Eran hombres del desierto. Errantes de largas barbas y cabellos canosos. Sus caras estaban llenas de llagas profundas. Como si la erosión del viento hubiera pasado por sus mejillas. El más viejo de todos se puso de rodillas. Los demás siguieron su proceder.

Él no sabía que hacer. No conocía las costumbres de ese tipo de gente. Gente sombría. Gente de las montañas de arena. Gente que había vivido cada uno de sus días en aquel frío lugar…

*(Cuento incompleto al día de hoy 21 de junio del 2007. Véase también http://aleksdevenir.blogspot.com/)

-Te diremos quien eres- Dijo el más anciano de los errantes, mientras se ponía de pie; Los demás le siguieron, mantenían la mirada en el piso de arena. Las espadas brillaban por los rayos cálidos del sol reflejando luz sobre los rostros de los cuatro misteriosos visitantes que formaban un círculo entre ellos. Él estaba al centro a la expectativa.


-Tu nombre es Abel- Dijo el anciano.

-¿Cómo sabes mi nombre?-

-Lo veo en tus ojos- Contestó.

En ese momento los tres errantes voltearon a ver los ojos de Abel e hicieron una expresión de asombro y asintieron entre ellos. Tan pronto como contuvieron la admiración volvieron a agachar la cabeza.

-¿Quién soy? ¿A dónde están mis recuerdos?-

-Te conozco bien y te puedo decir incluso cuando morirás, porque conozco tu corazón a través de tus ojos que me revelan lo más profundo de tu esencia. Pero no me está permitido revelarte más que tu nombre, sin embargo para ti será suficiente-


En ese momento los tres errantes sacaron de su larga vestimenta café unos pequeños bolsos, en los cuales había arena, una arena de color magenta, la cual comenzaron a tirar con gran delicadeza al centro. La arena magenta se combinaba con la arena del desierto y hacía emanar agua. Abel quedó estupefacto no sabiendo qué pensar. Las rostros de los errantes comenzó a radiar, y las llagas profundas en sus rostros empezaron a desaparecer. Entonces el más anciano, comenzó a enterrar las largas cimitarras en el pantano en el que se había convertido la arena con agua. Cuando finalizó, se puso de pié, sacó de su larga vestimenta café un bolso como el de los demás, tiró al suelo la arena color púrpura que tenía, y esta al caer en el pantano, lo secaba y quedaba solo la infinita arena. Cuando acabaron de hacer aquel rito, sus rostros volvieron a la normalidad y un violento aire se hizo presente dejando al descubierto cinco espadas. Abel sabía que una de esas espadas le correspondía, entonces fue él el primero que se agachó y la tomó la suya.


Mientras veía su reflejo a lo largo de la espada se preguntaba porqué sólo tenía un único recuerdo de toda su vida, porqué solo recordaba su infancia cuando sus ojos le cambiaron de color. Porqué las imágenes de su vida se habían ido.


-No te preocupes, no necesitas saber nada más que tu nombre… Al menos hasta que te necesitemos.- masculló el más anciano. Cada uno de los cuatro se fue agachando (con gran dificultad) hasta tomar un poco de la arena que había en el suelo. Conteniendo la arena con sus manos frágiles, los acianos le susurraron una extraña poesía, como si la arena pudiera escucharlos. Ya erguidos, los ancianos abrieron la palma de su mano que contenía la arena. Soplaron sobre ella y esta empezó a tomar forma de cuatro camellos. Eran unos animales magníficos, con armaduras y con ojos negros como el carbón.


-¿Vienes?- Le preguntaron a Abel. Dudó un poco, no sabía si ir a donde los ancianos irían, pero él deseaba saber quien era. –Sí, sí voy, pero yo no cuento con camello como ustedes pueden apreciar-. Casi por reflejo los ancianos emitieron risas, intentos de risas por la falta de aire con que eran emitidas. –Pues si no tienen un camello como nosotros, te sugiero que uses los pies- Dijo otro de los viejos.


Abel sintió coraje e impotencia por el trato de aquel desconocido. Por un momento deseó no haber dicho que iría, pero nuevamente los deseos de saber quien era lo impulsaron a hacer una locura (locura según pensó él). Tomó arena del suelo y la levantó entre sus manos. A continuación le dijo: -déjame ir a donde ellos van, que quiero saber de mí-. Antes de que soplara sobre la arena como lo hicieron los ancianos, la arena voló y formó un camello. Un animal tosco, sucio, escuálido y sin vestimentas. Los ancianos rieron entre ellos.


Decidido, Abel subió al animal. En el momento en que la joroba del animal sintió su peso, el animal empezó a deshacerse. Abel sintió como aquel camello era de arena. Inevitablemente calló de una forma graciosa al suelo. Los ancianos rieron más fuerte aún. El más viejo de ellos rió y dijo: -Creo que si vienes, lo harás a pie-, seguido de otro intento de risa. –Debemos irnos ya. Queda un largo viaje. Primeo nos dirigiremos a una ciudad mercante cerca de Abu Simbel. Necesitas descansar apropiadamente- le susurró el más viejo de los ancianos.

*(Cuento incompleto al día de hoy 23 de junio del 2007. Véase también http://aleksdevenir.blogspot.com/)

-¿Y ustedes son alquimistas? –preguntó Abel, mientras caminaba detrás de ellos con entusiasmo.
-Pues que otra cosa parecemos –dijo el más anciano. Los cuatro rieron con ironía, la actitud de los desconocidos molestaba a Abel que además de caminar tenía que cargar con un bolso donde traía lo indispensable para seguir su vida.
-¿Cómo saben mi nombre?- Preguntó Abel.
-Como te dije lo conocí a través de tus ojos- Dijo el encapuchado que siempre le contestaba. Y agregó -Me llamo Melquíades-. Abel sentía conocerlo desde siempre, pero no podía recordar de dónde. Caminaba en silencio tratando de hacer memoria (si es que la tenía).

Melquíades tenía el cabello largo, sucio y enredado, traía sujeto en el cabello algo parecido a un prendedor, con tres colores: rojo, verde y amarillo. Sus ojos eran de color café intenso, su piel era negra, y su carácter amable, pero irónico. Él al igual que los demás alquimistas había estado en el desierto la mayor parte de su vida, buscando el origen de todo lo que es, es decir el argé (también conocido como arché) que causaba y daba origen al universo. Sin embargo el conocimiento de causas primeras significaba para Melquíades un gran sacrificio: la vida errante en el desierto. El ascetismo en el desierto era la liberación de su finitud y asimismo su condena. Melquíades era descendiente directo de un gran rey de Bangia en la India, pero dejó su patria para buscar la verdad y ampliar sus conocimientos de Alquimia.

Caminaban los cinco por el desierto cuando Abel calló al suelo de arena debido al cansancio. Preguntó cuando pararían para comer y beber, a lo que los encapuchados contestaron que no había tiempo pues tenían que llegar a Abu Simbel (Egipto) antes de la luna llena. Se dirigían a una gran ciudad comercial gobernada por Ramsés para obtener unas piedras y escritos que les servirían para saber del conocimiento acumulado de las distintas civilizaciones que se hacían presentes por el comercio. Abel sentía desfallecer mientras sus piernas se quebraban al dar un paso más. En su mente y en su corazón sólo se encontraba un deseo ferviente de encontrarse, de saber quién era y saber dónde se encontraba su origen. Mientras meditaba, Melquíades hizo la seña a los demás para que se detuviesen. Entonces bajó de su camello, y los demás le siguieron. La ciudad comercial estaba frente a ellos.

De forma cautelosa, los cuatro ancianos tomaron un poco de arena y le susurraron un extraño poema. Con sus manos frotaron la arena sobre sus ropas anticuadas e instantáneamente empezaron a cambiar. Se convirtieron en ropas de personas ricas, personas refinadas y recatadas. Largas túnicas llenas de piedras preciosas. Túnicas de color vino, turquesa, amarillo y menta cubrieron los cuerpos desgarbados de aquellos ancianos. Melquíades poseía la túnica que más resaltaba, de un color vino, intenso, con un turbante y unos zapatos de color vino que eran coronados con un zafiro de tamaño colosal.

Nuevamente Abel trató de imitarlos. Tomó un poco de arena, le susurró algo y la frotó contra sus ropas. Los ancianos quedaron maravillados por el traje de Abel. Era la túnica más bella que jamás habían contemplado. Era blanca con detalles azules y dorados. Una túnica digna de un sultán. Melquíades no lo podía creer, estaba maravillado. Contento, Abel se apresuró a tomar sus cosas para entrar a la ciudad comercial. Curiosamente, después de caminar un poco, la túnica de Abel empezó a presentar rasgaduras. De estas empezaron a brotar finos granos de arena. Conforme Abel caminaba, empezaba a quedarse poco a poco sin ropas. La pena lo invadió. Ninguno de los ancianos lo había notado.

Después de un tiempo Melquíades, infartado por aquella escena tan graciosa, tomó un poco de arena y entre las risas de los otros empezó a reconstruir la túnica por pedazos. –Me sorprendió de sobremanera la belleza de la túnica que has construido, pero me sorprendió aún más que no halla pensado que se fuera a deshacer- dijo Melquíades. Abel, un poco enojado, siguió a los ancianos con un paso decidido.

¡Oh la ciudad comercial! ¡Tantas personas distintas reunidas en una sola ciudad! Un muro externo recubría como ciudadela a aquellos ciudadanos del mundo. Un portón tan alto como las mastabas más altas. Guardias vigilando incansablemente. Personas (con su mercancía) entrando y saliendo constantemente. Un olor diferente, una sensación diferente. Incluso el agua de un pozo fuera de la ciudad sabía diferente. –Abel, nunca agaches la cabeza- le dijo otro de los ancianos mientras pasaban debajo del gran portón de madera.

-Él es Israel, Judío de nacimiento (tiene ventajas por aquí). Será nuestro guía para llegar al bazar al que queremos llegar. No buscamos cualquier bazar Abel- susurró Melquíades señalando a un hombre chaparro, joven, fornido y bien parecido pero con ojos saltones como una rana y dientes curiosos como los de un ratón. Melquíades lo saludó, le dijo algo al oído, puso una pequeña bolsa en sus manos (que no parecía que contuviera dinero) y empezó a seguirlo.

*(Cuento incompleto al día de hoy 27 de junio del 2007. Véase también http://aleksdevenir.blogspot.com/)

Caminaron despacio descubriendo cada recoveco de aquél místico lugar, Abel sentía que ya había estado antes, mientras caminaba sus recuerdos se instauraban en su mente, y de tener un único recuerdo de su niñez, recordó otros… de cuando él había estado ahí. Los muros de aquella ciudad estaban revestidos con productos de distintas latitudes, todo era un ambiente exótico que invitaba al descubrimiento y al encanto. Cada objeto guardaba un gran misterio en aquellos bazares por los cuales atravesaban los cinco alquimistas (al menos eso pensaban los mercaderes que los veían pasar, casi flotando por los angostos pasillos siguiendo a Israel, quien no guiaba a cualquier mortal)

De pronto Melquíades se detuvo, los demás no sabían el por qué. Todos estaban en silencio, ya que el ruido del ambiente abrazaba todo el espacio, Melquíades volteó hacia atrás e hizo un gran esfuerzo en concentrase unos segundos, después caminó en medio de los demás que le seguían y esperaban desconcertados, no dio muchos pasos para encontrar a Uhuru. La vio a los ojos con gran ternura y amor, y de pronto, con gran dolor se dio la vuelta y comenzó a caminar de prisa (como si flotara), los demás le siguieron excepto Abel quién se quedó mirando fijamente a aquella hermosa mujer.

Uhuru tenía la piel trigueña por el cálido sol, sus ojos tenían el hermoso color marrón de la arena en el atardecer, su espléndido y diáfano cuerpo estaba cubierto por hermosísimo asante tricolor, su grandioso cabello café ondulado combinaba con sus hermosos ojos, aquellos hermosos ojos que veían como Melquíades se alejaba entre los mercaderes. Abel seguía parado sin saber qué hacer, aquella mujer lo estremecía y le causaba desconcierto. En ese momento Uhuru se acercó a él, y le dijo: lo tienes que detener.

Desde hacía muchos años Uhuru conocía a Melquíades, lo amó desde un principio y lo había seguido desde que Melquíades se consagró a su eterno ascetismo. Lo seguía sigilosamente a través de distintas ciudades a través de la sabana y del desierto, porque así era el amor que ella sentía, ese extraño amor contradictorio que la liberaba y al mismo tiempo la esclavizaba a un peregrinar. Se hizo esclava de aquel hombre que tenía respuestas perennes. Llevaba más de trescientas sesenta lunas llenas, siendo la protectora de Melquíades, siguiendo sus sabios pasos y redescubriendo lo que él encontraba en su andar. Ella reinterpretaba con un sexto y sabio sentido los elementos que se le presentaban a Melquíades. En un inicio cuando Melquíades dejó África aceptaba la compañía de Uhuru, fue ella quien le pidió que escribiera todas las fórmulas que descubriera de la génesis de las cosas, con lo cual pensaban se podían construir las mismas. Cuando Melquíades se dio cuenta que siendo asceta y sometiendo su voluntad a este principio se le revelaría más, le pidió a Uhuru por el amor que se tenían, por el amor del conocimiento descubierto, y por el amor a su libertad, lo dejara ir, fue cuando Melquíades se hizo de su actual nombre, abandonando su nombre bangia para siempre, aquel viejo nombre que solo Uhuru sabía. En los primeros años de su solitario peregrinar, al darse cuenta que ella lo seguía sigilosa, le pidió repetidas veces que regresara a Bangia, pero eso era imposible porque ella seguía sin perderle el paso. Melquíades se limitó a dejarle los escritos en lugares secretos, donde sólo ella sabía. Melquíades jamás volvió a tener romance alguno con Uhuru, recuperó la castidad que había perdido de más joven.

Abel miraba detenidamente los ojos de Uhuru, eran parecidos a los de él, y sentía la misma sensación que sentía cuando él miraba sus ojos en el reflejo del agua. Ella volvió a decirle: -Abel tienes que detenerlo, la muerte lo espera en el bazar de David “el Mago”. Los Guardias que vigilaban incansablemente se dieron cuenta que algo sucedía. Los cuatros alquimistas caminaban a prisa, sin embargo quien traía la túnica color menta, se percató que Abel no los seguía y detuvo su andar.

Uhuru comenzó a emitir un chillido espantoso, sólo comparable un lamento de un alma triste y vacía. De pronto empezó a mutar. Su cabellera se hizo corta. Pequeños bellos empezaron a brotar de toda su piel. Y así cada una de las partes de su cuerpo se fue transformando poco a poco hasta lo que parecía ser un pequeño ratón. Ese pequeño ratón se metió en una de las bolsas de la túnica de Abel. El alquimista con la túnica de color menta se percató de aquel acontecimiento pero por extraño que pareciera le hizo una seña a Abel de que “no diría nada”.

Rápidamente Abel y el alquimista retomaron el paso y alcanzaron a los demás. Después de un rato Israel, el guía judío, se frenó como por inercia. Empezó a olfatear a su alrededor. En el rostro de Melquíades se distinguió un gesto muy humano: el miedo. –No se preocupen, me he equivocado, no hay nada- dijo Israel. Pero en el momento en que comenzaron a caminar tres grandes hombres: uno flaco, uno gordo y uno que lucía tener una excelente condición física aparecieron. Hombres de enormes turbantes se pararon frente a Israel y los otros. La rata Uhuru empezó a proferir pequeños chillidos que Abel trató de ocultar entre sus ropas.

-¡Dadnos paso franco que vamos a pasar!- dijo Melquíades con una voz profunda. El más alto y flaco de los tres hombres dijo con una voz que emulaba a los sonidos que emite una serpiente: -¿A dónde se dirigen alquimistassss...? ¡Oh! Pero qué es esto… ¿Tienen un nuevo estudiante? ¡¡¡¡Saben que está prohibida su presencia en esta ciudad!!!! ¡Deténganse o tendremos que detenerlos!-.

Melquíades con gestos cada vez más humanos que reflejaban un miedo que recorría fríamente cada una de sus vértebras dijo: -¡Insolente! ¡Nos dirigimos para con David! ¡Ustedes las esfinges saben muy bien que nos está permitido ir con él!--. La rata Uhuru se encontraba más que inquieta, Abel casi lo la podía controlar y el alquimista de túnica menta le empezó a ayudar en esta tarea.

Con una voz sosa, tonta y pesada, el más gordo de aquellos personajes masculló: -¿Por qué será que vosotros sois tan tontos? Los dejaremos pasar pero si llegan con él puede que nos veamos otra vez… si comprendes lo que digo: los hemos llevado hasta el borde de la extinción y no me pesaría que terminásemos con el trabajo… ¡Baruc, ponme atención y deja al joven en paz, parece que no me tienes miedo como la última vez!-.

El alquimista de túnicas verdes enfureció enloquecidamente y gritó: -¡Cállate!-. Al momento en que profirió aquel gritó el aire que expulsó de su boca fue tan fuerte que aventó hacia atrás a los tres hombres de tamaño colosal hasta que perdieron el equilibrio y cayeron al suelo.

Casi al instante el hombre gordo mutó en un rinoceronte listo y furioso para atacar. Acto seguido el hombre de buena condición física dijo: -Cálmate Banos y dejémoslos pasar, que si es su deseo con David nos encontrarán-.

*(Cuento incompleto al día de hoy 21 de julio del 2007. Véase también http://aleksdevenir.blogspot.com/)

Baruc, a pesar de su ira, se controló; Sabía que no le costaría trabajo quitarle la vida a alguien que carece de ella y que sólo es un espectro del mal. Los alquimistas comenzaron a caminar, Baruc le cedió el paso a Abel que seguía lidiando con Uhuru en su bolsillo, y se quedó al último vigilando como las esfinges se perdían entre el polvo y mascullaban maldiciones.

Israel era una persona sigilosa, no emitía palabra alguna, parecíase que sus pensamientos eran compartidos con el resto de lo alquimistas, excepto con Abel que no escuchaba la vos de Israel en su mente, sin embargo sí escuchaba la de Baruc. -No hace falta hablar para comunicar- Fue lo primero que oyó Abel en sus pensamientos. Era la primera vez que escuchaba dentro de su mente una voz que no fuese la suya, una vos ajena. Los alquimistas caminaban mientras Baruc se comunicaba mentalmente con Abel. Abel le pidió que le enseñara y Baruc se comprometió a enseñarle la técnica en los próximos días, pero primero tenía que conocer a estructurar y ordenar sus pensamientos. Baruc le preguntó cuál era el mensaje que había recibido de Uhuru. Abel temía decírselo, pero necesitaba urgentemente compartir ese secreto que acababan con su fortaleza: Melquíades encontraría la muerte con David. La expresión de Baruc cambió por completo, sus ojos se contrajeron y empalideció por completo.

-¡Alto!- gritó Baruc.
-¿Qué es lo que pasa?- preguntaron los otros.
En ese momento Baruc se acercó a Melquíades y le dijo un mensaje a través del pensamiento, Abel se concentró en descifrarlo inútilmente, Melquíades hizo un gesto de enojo e ira e inmediatamente con un gran golpe lo tiró al suelo.
-¡Por qué tanto miedo Baruc! ¡La muerte es lo único que carece de incertidumbre y contingencia! ¡La muerte es lo que inevitablemente todos encontraremos! Me has decepcionado, en nada te han servido los conocimientos de Alquimia. ¡Si tanto te preocupa el cese a tu vida, el cese de tus sensaciones y más aún de que sabes que después de esta vida el conocimiento sigue ilimitadamente!; Te haré un gran favor-; En ese momento alzó su espada con mucho fuerza hacia Baruc. -¿A dónde van tus miedos?- Gritó cuando con gran destreza la espada hirió el pecho de Baruc y le hizo una gran marca el rostro, dejándolo casi ciego del lado izquierdo. La sangre le brotaba de manera incesante. Abel estaba aterrado por lo que pasaba, era fiel a la justicia y pensaba que nadie merecía ser denigrado como lo estaba siendo Baruc. Abel se puso frente a Melquíades e impidió que siguiera hiriendo a su nuevo amigo. Israel parecía inmutable a lo que pasaba.

Melquíades se dio la vuelta y siguió caminando rígidamente en el espacio sin importarle lo demás, al caminar unos cuantos metros se encontraron con un muro que brillaba como el oro, y de pronto dijo: -Israel dice que hemos llegado-. Lo dijo en alto para que Abel supiera, sin embargo Abel y Baruc no lo siguieron, se quedaron en el lugar del incidente, en medio del aire y del lodo hecho de arena y de sangre.

Así Melquíades sacó una larga y exótica flauta tallada que parecía ser de una madera podrida. Al señalar con la mano indicó a los otros dos alquimistas que se pusieran uno a cada extremo del muro. Melquíades comenzó a tocar una extraña melodía. Los dos alquimistas empezaron a cantar palabras provenientes de otro continente. Parecía que Melquíades manejaba sus movimientos y cantos con la música que creaba. De pronto los alquimistas en trance pusieron sus manos en dirección al sol. Haciendo movimientos ondulantes comenzaron a encausar los rayos del sol, comenzaron a manejarlos creando pequeñas esferas luminosas.

Israel fue al medio de aquella formación y comenzó a llevar, de forma conciente, todo lo que hacían los dos viejos hacia aquel muro brillante. Al observar detenidamente Abel se percató de que Israel tomó un poco de aquella luminosidad en un pequeño jarro de cristal tallado con un corcho como tapadera. Parecía que Israel lo había hecho con la intención de que nadie lo viese. El muro fue derritiéndose en pequeños granos de arena dorada. Melquíades dejó de tocar y los otros dos volvieron a ser los mismos. Parecía que aquellos cuatro se encontraban exhaustos por lo que tomaron unos minutos para descansar.

En ese momento la rata Uhuru salió del bolso de Abel y saltó repentina y estrepitosamente hacia la oreja de Baruc. Entre chillidos de dolor la cara de la rata volvió a su estado humano para poder decir:
-Aléjate de Melquíades hasta que vayan con David. Ten cuidado al entrar y no dejes que al chico le pase nada-. Baruc cambió su semblante y demostró un poco de enojo hacia las palabras que acababa de escuchar. Tapó la boca humana de Uhuru. Hubiera parecido que Baruc hizo (de alguna forma) que la cara antropomorfa de Uhuru volviera a su estado anterior.

Después de medio hora Melquíades, los dos alquimistas e Israel se levantaron y caminaron en dirección al lugar que quedó descubierto tras deshacer el muro brillante. –¡Esenio! ¡Abel! Síganme por favor -.

-Baruc… ¿eres tu un esenio?-, preguntó Abel.
-Es algo de lo que no me enorgullezco-, contestó Baruc..
-Pero… ¿Cómo es que eres alquimista siendo esenio?-, preguntó Abel.
-Vamos Abel, entremos. Eso fue hace mucho tiempo. Ahora te pido que no te separes de los alquimistas, sobretodo en este en este lugar.-, dijo de forma sombría Baruc al regresar a las túnicas de Abel a la rata Uhuru.

*(Cuento incompleto al día de hoy 31 de julio del 2007. Véase también http://aleksdevenir.blogspot.com/)

IamsCruelty

No hay comentarios.: